Opinión

Y el perdón de la historia mexicana, ¿cuándo?

Por Luis Alberto Vázquez

«Espero, señores diputados, que calmadas las pasiones que acompañan a toda revolución, un estudio más concienzudo y comprobado haga surgir en la conciencia nacional un juicio correcto que me permita morir, llevando en el fondo de mi alma una justa correspondencia de la estimación que en toda mi vida he consagrado y consagraré a mis compatriotas.»
Porfirio Díaz. Mayo, 25 de 1911

Con motivo del bicentenario de la Independencia de nuestro país, se recibió una carta clara y precisa del Sumo Pontífice de la Iglesia Católica cuyo contenido no deja dudas sobre su auténtico designio:


“Para fortalecer las raíces es preciso hacer una relectura del pasado, teniendo en cuenta tanto las luces como las sombras que han forjado la historia del país. Esa mirada retrospectiva incluye necesariamente un proceso de purificación de la memoria, es decir, reconocer los errores cometidos en el pasado, que han sido muy dolorosos. Por eso, en diversas ocasiones, tanto mis antecesores como yo mismo, hemos pedido perdón por los pecados personales y sociales, por todas las acciones u omisiones que no contribuyeron a la evangelización. En esa misma perspectiva, tampoco se pueden ignorar las acciones que, en tiempos más recientes, se cometieron contra el sentimiento religioso cristiano de gran parte del Pueblo mexicano, provocando con ello un profundo sufrimiento. Pero no evocamos los dolores del pasado para quedarnos ahí, sino para aprender de ellos y seguir dando pasos, vistas a sanar las heridas, a cultivar un diálogo abierto y respetuoso entre las diferencias, y a construir la tan anhelada fraternidad, priorizando el bien común por encima de los intereses particulares, las tensiones y los conflictos”.

Esta misiva que denota humildad en el máximo jerarca de una institución milenaria mundial es una lección para reacomodar la historia de México. Pienso que ha llegado el momento de pedir a Quetzalcóatl que descienda nuevamente al Mictlán y retorne con los huesos de personajes del pasado histórico del México independiente y los ubique en su genuino nicho, generando un nuevo sol con iluminación carente de intereses partidistas e ideológicos, incluso, sin cancelar a fetiches impuestos.

La historia oficial mexicana ha llenado de mentiras y de estiércol a verdaderos héroes como Agustín de Iturbide, el único y auténtico consumador de la independencia. Más allá de sus muy personales sueños de grandeza imperial, él creó este país, su bandera y hasta instituyó su nombre. Merece sino una ciudad, mínimo un hemiciclo, y regresar su nombre a algunas calles como la avenida Carranza de Torreón y a algunas plazas cívicas.

Porfirio Díaz, defensor de la patria en dos guerras extranjeras y exterminador definitivo del segundo imperio. Creador y padre del modernismo nacional, pacificador en su momento y constructor de infinidad de obras y ciudades que identificaron a un México próspero y emergente, ejemplo mundial cuando lo creían salvaje y violento, elevándolo entre las grandes naciones del mundo en su época. Recuperar su nombre en ciudades como Piedras Negras, en calzadas y plazas principales es una deuda actual.

El PRI, fiel a su “Nacionalismo Revolucionario” durante su reinado acomodó la historia patria a sus intereses y tuvo el valor de engrandecer a muchos que no lo merecía; encumbró a sus héroes en pedestales inmensos junto a sus líderes políticos, unió a enemigos en vida con excelsa comunión histórica como Calles con Cárdenas u Obregón con Carranza y hasta elevó a aquellos que ellos mismos habían exterminado.

El PAN solamente hizo justicia a sus héroes partidistas como José Vasconcelos y Manuel Gómez Morín, pero tuvo pavor de reconocer a personajes como Lucas Alamán, un genio del Siglo XIX en historia, educación y economía; menos al general Enrique Gorostieta, héroe de la defensa de Veracruz y luego jefe militar supremo de la Cristiada; muy amado por quienes fueron la base popular de este partido al nacer: los cristeros y/o sinarquistas.

La 4T empezó ya a evocar sus ídolos con un merecido reconocimiento a Felipe Ángeles (de quien he escrito bastante desde hace muchos años) y rememorando las culturas autóctonas meso y aridoamericanas, pero casi imposible que lo haga con los primeros aquí mencionados.

A Villa y a Zapata el pueblo es quien los ha reconocido sin esperar que los historiadores oficiales lo hagan; surgen, casi como generación espontánea, colonias, calles y hasta monumentos con sus nombres por iniciativas populares.

Si bien es cierto que pedir perdón no cambia lo omitido y hasta ofendido, si altera la memorable realidad y ofrece a las generaciones venideras un panorama histórico más nítido; imparcial y hasta honesto de nuestra visión mítico-nacionalista.

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