Violencia, estructuras y normalización
Por Alejandro Buendía
¿Qué pasa cuando un niño de tan sólo 11 años se atreve a quitarle la vida a otras personas y a terminar con la suya? ¿Qué pasa cuando un centro escolar se convierte, de manera intempestiva, en un lugar de riesgo?
El pasado 10 de enero Torreón fue el centro de atención de todo el mundo. Un menor de 11 años, armado con dos pistolas, asesinó a su maestra, hirió a seis personas más y se suicidó. Todos nos conmocionamos, todos lloramos, todos nos indignamos, todos sentimos dolor pero, ¿y después? ¿En qué momento tuvimos un proceso de reflexión?
Una de las primeras declaraciones que escuchamos fue la del alcalde Jorge Zermeño Infante. Con un rostro lleno de conmoción, aseguró que no se explicaba cómo un niño que no tenía referencias de problemático y que tenía buenas calificaciones se atrevió a ejecutar tal atentado. ¿Eso quiere decir que, si un niño es inteligente y aplicado en la escuela no podría vivir y crecer en un contexto complicado?
Posteriormente, el Gobernador Miguel Riquelme, desde Saltillo, dijo que el niño estaba influenciado por un videojuego violento, y que quizás dicho contenido lo llevó a perpetrar el ataque. ¿Podría ser tan simple y vaga la motivación?
Coahuila y el norte de México, desde 2007 y hasta 2013, fueron el principal centro de exterminio y de distribución de droga de todo el país. Las matanzas eran diarias. El canto de las mañanas era interpretado por el sonido de las balas, no por las aves. Los niños, por un tiempo, dejaron de salir a las calles. Todo se convirtió en tensión, en miedo, en pánico.
Hoy, haciendo referencia al pasado, y tomando en cuenta la historia de la región y del país, podemos entender que la violencia que hoy vivimos y respiramos es estructural y está normalizada; la vemos en el lenguaje, en la ropa, en los chistes, en la televisión, en los medios, en el internet. Hoy la violencia se coló hasta la médula de la sociedad, hasta el segmento más vulnerable, hasta la niñez.
No basta con usar mochilas transparentes, no basta con que revisen las pertenencias de los niños, no basta con detectores de metales y controles exhaustivos de seguridad. Los niños, en principio de cuentas, no son los criminales. El menor autor del tiroteo, fue una víctima más, una víctima de la violencia, de la indiferencia, de la falta de atención, pero también un resultado de un Estado que dejó abandonado a las nuevas generaciones, un Estado que es reactivo y no preventivo, un Estado que, hasta que la mecha se prende y causa una explosión, busca cómo apagar el fuego para que el mundo no se venga encima.
Lo que vivimos en Torreón quedará marcado en la memoria colectiva de los laguneros. El pequeño de 11 años, autor del tiroteo, fue la principal víctima de un Estado fallido, olvidadizo y torpe, pero también fue el resultado de la poca atención que la sociedad le estamos poniendo a lo que vemos, consumimos y respiramos a nuestro alrededor.
El tiroteo no fue un hecho aislado, ni un «trágico suceso desafortunado», como le llaman las autoridades, fue el efecto de toda una cadena de acciones que describen a la perfección que vivimos y sobrevivimos en una región donde normalizamos la violencia.
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