Las trampas normales
Por Talía Romero
A dos semanas de la jornada electoral más grande en términos de presupuesto y participación ciudadana a nivel nacional, hemos leído y escuchado en todos los medios, a un buen número de analistas políticos, hablar de un proceso que ocurrió en relativa calma. Después del primero de julio dejamos de escuchar sobre los más de cien candidatos y políticos asesinados durante las campañas; el robo de algunos paquetes electorales; las grandes sumas de efectivo que fueron interceptadas en distintos lugares de país, en manos de supuestos operadores de partidos.
Tras darse a conocer que las tendencias estadísticas de encuestas y sondeos de preferencia electoral fueron confirmadas por más de 30 millones de votos a favor del candidato de la coalición Juntos Haremos Historia, Andrés Manuel López Obrador, el foco de la atención pública estuvo en reconocer el avasallador triunfo de un movimiento que recorrió de norte a sur el país, y comenzar con una etapa de reconciliación, como el mismo AMLO lo señaló en su discurso del domingo, con fuerzas políticas opositoras, cámaras empresariales y ONGs que habían criticado puntos específicos de las propuestas del tabasqueño en campaña.
Y entre todo, salieron también beneficiadas de alguna manera, por la «fiesta democrática», las instituciones electorales. INE y Trife tuvieron un 2017 complicado, por decir lo menos, tras la pobre actuación de sus aparatos frente a las elecciones para gobernador, especialmente de Coahuila y el Estado de México. En este año no han sido protagonistas del proceso postelectoral -aunque tuvieron sus momentos álgidos frente a las irregularidades en la recolección de firmas del candidato independiente Jaime Rodríguez «El Bronco»- pero enfrentarán sus pruebas de fuego en el caso específico de la gubernatura en Puebla y los partidos que impugnen para conservar el registro.
En las más de cien casillas observadas por voluntarios de PC29 (acreditados por el INE) este primero de julio, fuimos testigos de incidencias que parecieran prácticas normales, o normalizadas, tanto para las autoridades electorales como para la ciudadanía en general. Nuevamente, aunque en menor medida y descaro que en el 2017, fuimos testigo de la demora en la apertura de casillas, sustitución sistemática de funcionarios, falta de capacitación de CAES tanto del INE como del IEC, acarreos, palomeos y otras mapacherías.
De no ser porque los resultados en esta ocasión fueron márgenes tan amplios de ventaja para los ganadores, ¿habríamos vuelto a salir a las calles «indignados» por las irregularidades? Aun que conocemos la capacidad organizativa de los partidos en colonias y barrios, ¿por qué en esta ocasión fueron considerablemente menos las denuncias o la exposición de las mismas en redes sociales, en medios?
Una pregunta más, tratando de provocar una discusión que el mismo Enrique Peña Nieto iniciara hace unos meses respecto a la corrupción en México: ¿los mexicanos somos corruptos por razones culturales?, ¿hacemos trampa o la normalizamos porque forma parte de nuestra estructura social, psicológica, profunda? Tal vez decidimos ignorar las pequeñas trampas cotidianas sopesando su impacto. Creemos que «la mordida» no hace daño a nadie, o que los acarreos y coacciones fueron inofensivos porque el partido encargado esta vez no se vio beneficiado.
El combate a la corrupción, desde el enfoque preventivo, tendría que prestar un espacio preponderante a las pequeñas trampas, a las normales, desde la escuela y la familia, para ir construyendo una lógica de honestidad y principios democráticos que sea transversal a todas nuestras formas de relacionarnos en lo público y lo privado.