
El otro como infierno
Por Luis Alberto Vázquez
“Así que esto es el infierno. Nunca lo hubiera creído… ¿Recordáis?: el azufre, la hoguera, la parrilla… ¡Ah! Qué broma”. “No hay necesidad de parrillas; el infierno son los otros” es la frase que el filósofo francés Sartre pone en boca del Garcin, personaje central de su obra teatral: “A puerta cerrada”.
A casi un año de encierro forzado, ese que nos ha alejado físicamente de los demás, aunque gracias a las redes sociales nos acerca bastante; no siempre ni necesariamente de manera positiva; a veces, más bien como enemigos invisibles que aprovechamos la oscuridad de la web para agredir, insultar, difamar y hasta apostatar logros y avances de quienes adoptamos como enemigos, sociales o políticos. Negamos dignidad y nos solazamos, cobarde, vil y despreciablemente señalando como desastres sus acciones cualesquiera que sean; olvidando que cuando nuestro índice señala a alguien, tres propios dedos apuntan a nuestro ser inexorablemente. Hacemos héroes virtuales a los que más vituperan y envisten a seres humanos, a los que olvidamos que finalmente son nuestros semejantes; son ese otro.
Estamos por entrar a la cuaresma y sus ritos tradicionales y aún nos abruma la pandemia que nos ha privado de familiares y amigos. Casi el 80% de los mexicanos declaramos y hasta presumimos practicar el catolicismo y cristianismo; por ello nos sentimos obligados a respetar las tradiciones rituales actuales, pero eso no significa compromiso ni teológico ni social.
Sólo por evocar recordemos pasadas épocas que tanto respetaba nuestra tradicional sociedad; esa no tan “moderna, avanzada o progresista”. Aquellas que determinaban directamente nuestra identidad y bienestar, que por lo menos, en ese período hacían sentir que los creyentes se elevaban a la bienaventurada gloria de la pasión de Salvador: Tapar espejos, fotografías e imágenes con lienzos morados, ayunar; abstinencia de carne; guardar silencio salvo en plegarias, incluido aquí el “chismear” o proferir críticas al próximo, mucho menos insultar o calumniar. Además, abstinencia sexual; evitar bebidas alcohólicas e incluso, manjares preferidos (salvo comida de vigilia), no realizar festividades ruidosas, excepto religiosas, que por lo general eran austeras y sosegadas; visitar los siete templos; bañarse hasta el sábado santo; encender el cirio pascual; y quemar de Judas; entre otras más, muchas propias de cada región o pueblo.
Ahora recordemos el mensaje del profeta Oseas quien a nombre de Yahveh grita: “Porque misericordia quiero y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos” y más tarde Jesús pregona: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, dejáis lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe… ¡Guías ciegos, que coláis el mosquito y tragáis el camello!” (Mateo 23:23-24)
Increíblemente hoy vemos a personas que diariamente oran, envían mensajes evangélicos y hasta oraciones beatificantes, pero en el ámbito social y político insultan a sus semejantes; su desesperación ideológica les lleva a escupir veneno, alterar cifras para denigrar; llaman demente a sus oponentes y se comportan como fariseos hipócritas que lavan el vaso por afuera y toman sus alimentos con la podredumbre interna; por dentro están llenos de hipocresía y fariseísmo; si tanto interés existe en materia de salud mental, vayamos primero nosotros al psiquiatra.
Continuando con la obra de Sartre, surge la escena de la pregunta: “¿Ah, usted? Usted es el verdugo” donde se establece que el otro presente ahí es el enemigo; alguien que solamente busca mi mal, no puedo aceptar que algo bueno puede ofrecerme, siempre lo veré como calamidad y entonces actuó en las redes y repito: “Sé lo que ocultas con las manos, sé que ya no tienes rostro”. De pronto vuelve el fantasma del miedo, la creencia de que el otro sólo busca iniquidad y al querer cuidarnos, desintegramos sueños y esperanzas, impedimos que el cambio que puede ayudarnos a crecer aborte antes de ser.
Sartre esboza como conclusión que estamos juntos, inexorablemente juntos; nuestro infierno lo queremos ver en el otro; aquel absolutamente otro, esa infinita presencia-ausencia intramundana”; el Otro es, a fin de cuentas, un “averno”: el culpable de nuestros males.
Es entonces que alienta la diferencia entre el yo y el Otro, trasciende al restaura la dignidad en la distancia con el Otro, hace del rostro del Otro el detentador de la verdad. El filósofo lituano Emmanuel Lévinas analiza magistralmente estas circunstancias cuando sentencia: “los individuos son meros portadores de fuerzas que los dirigen a sus espaldas… sólo el último sentido cuenta, solo el último acto transforma los seres en sí mismos; la paz brota mediante estrategias políticas de pacificación”.
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